La digestión se inicia en la boca, donde los alimentos sólidos son desmenuzados con una prolijidad que depende de la costumbre. Son, luego, embebidos con saliva y amasados por la lengua y por la musculatura de las mejillas, para formar el bolo alimenticio. Este bolo es empujado hacia la pared posterior de la faringe por la contracción voluntaria de los músculos de la lengua. En la faringe se inicia la etapa refleja de la deglución. Una compleja secuencia de contracciones de la faringe y esófago lleva el bolo y los líquidos ingeridos, desde la faringe, a través del esófago, hasta el estómago. El bolo alimenticio no cae, sin embargo, sólo por su peso al estómago. Su paso de la faringe al estómago es el resultado de la contracción coordinada de la musculatura del esófago, de modo que un tubo que reemplace al esófago, no transporta los alimentos de la boca al estómago.
El jugo digestivo con que se ponen primeramente en contacto los alimentos, es la saliva, secretada principalmente por tres pares de glándulas: parótidas, sublinguales y submaxilares. Existen además numerosas pequeñas glándulas salivales diseminadas en la superficie de la lengua y de las mejillas. La glándula parótida secreta una saliva de baja densidad, serosa y pobre en sustancias sólidas. Las glándulas sublinguales y submaxilares, por el contrario, entregan una saliva viscosa y rica en mucina. El enzimo de la saliva, la amilasa, convierte una molécula de almidón, por hidrólisis, en dos moléculas del disacárido maltosa. La intensidad de la secreción salival depende de mecanismos nerviosos reflejos activados no sólo por la estimulación de los receptores ubicados en la mucosa bucal, sino también por impulsos generados en los órganos sensoriales (ojo, oído, olfato, etc.).
La inervación de las glándulas salivales es tanto simpática como parasimpática. Ambos sistemas estimulan la secreción, pero la cantidad y calidad de la saliva producida dependen del sistema activador.
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